Por Liliana Becerril Rojas
Migrar es un acto de supervivencia para quienes ven en un territorio lejano y diferente la promesa de un futuro mejor. Dar el paso de dejar atrás el terruño, las raíces, la familia y aquello que se ha amado requiere de todo el valor que una persona pueda reunir para vivir mejor y, a veces, tan solo para vivir. Los migrantes merecen respeto y empatía. No es fácil huir de lo que es conocido y amado, del lugar que se conoce como “hogar” y abrazar como única posibilidad un viaje incierto.
México ha abierto sus fronteras para que los migrantes procedentes de Centroamérica, el Caribe y otras latitudes puedan ingresar al país a fin de llevar a cabo el viaje que les conduzca al utópico sueño americano, un sueño que suele tornarse en pesadilla y cuyo despertar es el regreso a la realidad de la que huyen. Sin embargo, se ofrecen condiciones dignas para que hombres, mujeres y niños puedan permanecer en albergues dentro de nuestro país, mientras esperan una respuesta por parte de Estados Unidos para obtener visas humanitarias. Aun la sociedad civil, en un gesto de solidaridad, comparte con los grupos migrantes alimentos, ropa y otros artículos de primera necesidad para que su estadía sea lo menos dolorosa posible. Sin embargo, no son pocos los casos en que los migrantes desprecian esas donaciones, ya sea por cuestiones culturales o porque están librando las batallas internas que surgen ante este éxodo a una tierra prometida.
Quizá, más allá de lo indignante que pueda resultar para los donantes el ver despreciada su dádiva, habría que considerar la necesidad de crear políticas migratorias que permitan a los refugiados asumir el cambio de vida por el que apostaron, pues dar un paso fuera de su propio país es entrar a espacios ajenos con costumbres diferentes, con cosmovisiones diversas y a las cuales deben adaptarse para cumplir con los marcos legales que norman su permanencia legal y aceptable en nuestro país. Es un hecho que el fenómeno de migración está relacionado con inseguridad para los grupos de personas que ingresan al país, así como para las localidades que los alberga y que es una dinámica que no cesará.
Ante este panorama es indispensable crear iniciativas de protección tanto para los migrantes como para los habitantes de los poblados donde se asientan. Y hablar de estas iniciativas implica establecer una cultura de mutuo respeto que se vea reflejada en la generación de programas encaminados a la creación de casas de asistencia en donde no sólo se les ofrezca asilo, alimento y vestido, sino una capacitación para que sean autosostenibles, de manera que ellos mismos generen los recursos para su manutención y que su permanencia impacte positivamente a los pueblos y municipios en los que se ubiquen. Ayudarles que sean agentes de cambio para crear mejores circunstancias para su vida, ya sea que se encuentren esperando una respuesta diplomática o bien, que consideren cambiar el sueño americano por el sueño mexicano.
Mediante estos programas sería posible cambiar la concepción victimizada que tienen los migrantes de sí mismos, para asumirse como los responsables de su bienestar, de la construcción de una nueva realidad en la que son dueños de sus destinos y contribuir con el bienestar de México. Porque ayudar debe generar beneficios para todos.